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21.12.05

Sobre un género menor olvidado

Hay un género literario al que extrañamente nunca se le ha reconocido en toda regla su verdadera importancia, su verdadera trascendencia, es el género tan injustamente olvidado de los Primeros Capítulos, que está compuesto -como lo sabe todo estudiante de Cuarto grado de la Escuela de Mojigatal Abajo de Nicoya- por primeros capítulos de relatos que nunca pasan de eso, y que así casi nonatos, trascienden su propia incompletitud para recubrirse de una quizás mítica pátina como de obra póstuma, con la ventaja adicional de que no es estrictamente necesario que el autor se muera para que sus obras alcancen tan fúnebre y prestigioso adjetivo.


“CAPITULO I”


I
Hoy ví su foto en la portada del periódico antecedida por un titular a ocho columnas de letras rojas; esta vez no provocó, como en el pasado, que de mi boca se derramara saliva ansiosa y pavloviana y un poco espesa. Todo sucedió en aquellas remotas vacaciones -de súbito me parecen cercanas otra vez- en las que, como todos los veranos mi padre, siempre tan ansioso de librarse de mí, me enviaba a la casa viuda y capitalina de mi tía. No recuerdo como fue que yo, tan tímido y pueblerino le hablé por primera vez. No recuerdo como fue que yo, apenas posadolescente y precavido, empecé a visitarla en su apartamento del tercer piso, justo encima del de mi tía. Recuerdo sí, la secreta ceremonia que se celebraba seis días a la semana: muy temprano cada mañana, serían las cinco menos diez, oía su caminar incoherente subir por la ruidosa escalera de madera, poco antes mi tía había salido para su trabajo en el hospital - blanca y pulcra con sus zapatos de goma, sus medias caladas que hacían juego con su rostro de enfermera-, su experiencia profesional la hacía la más silenciosa del edificio a la hora de bajar por las escaleras. Ella sí hacía ruido. Recuerdo muy bien como era en aquél tiempo, como estaba su recuerdo desde entonces en la fiel custodia de las selectivas bodegas de mi memoria. Su foto de hoy en la portada de ese diario afrentaba la imagen que yo aún sin darme cuenta guardaba todavía, impulsado por alguna ignota motivación. Recuerdo su cuerpo bronco, mostrenco, la difícil asimetría que le daba su tipo de vida y el que anteriormente practicó en las faenas agrícolas: las pantorrillas abultadas, los bíceps endurecidos, las caderas más anchas que sus hombros. Su rostro duro que se ensuavizaba al verme -ahora creo que era ese efecto el que me hacía regresar una y otra vez-. Volvía taciturna, quizás cansada por las arremetidas kinéticas a las que sometía su cuerpo con una frecuencia variable cada noche. Eso depende de muchas cosas, había respondido a mi tan inexperto pedido de un número, un crudo número que me sirviera para aclarar aunque fuera un poco las variadas tramas que todas las noches urdía mi ansiosa imaginación. Hasta un promedio aproximado por noche es difícil sacar en este negocio, me seguía respondiendo sin perder la paciencia ante mi imberbe insistencia. Llegaba ansiosa y despierta por el efecto de los cigarrillos y el tequila, me dejaba hacerle café y untarle mantequilla al pan que cada mañana traía literalmente bajo el brazo trabajado, como si fuera toda una francesa chic, el pan que llegaba adobado por el contacto con ese turbio islote de carne que no alcanzaba a cubrir ninguna de las blusas sin mangas que usaba siempre. Me retenía en su apartamento
-retener no es quizá el verbo más elocuente- hasta eso de las diez cuando ya más relajada le entraba por fin sueño y se dormía en el sillón rojo de vinil duro de la salita o en la cama con respaldar de formica de su cuarto, tan poco ventilado. Por ese entonces nadie sabía nada de la globalización, (todos los que podían saber algo estaban muy ocupados con la sustitución de las importaciones), excepto, claro está, los de la ilustre legión del mal que siempre andan adelante de todos y ya habían empezado a ponerla en práctica. Con la llegada de los primeros capos americanos a San José el negocio se internacionalizó como nunca, ya no era sólo que traían pacientes a la ciudad -turismo de aventuras llamaban entonces- sino que también era posible hacerles llegar a sus ciudades eficientes proveedoras de los servicios -y todo esto sin que existiése aún Internet-. Rocco, uno de estos capos, era un expolicía de los Angeles, que había quedado lisiado en cumplimiento del deber, justo antes de cambiarse de bando -obsérvese el maniqueísmo simplista del autor- se empeñó en exportarla al ambiente de San Francisco, ella, temerosa del mal humor y de la buena puntería del gringo, partió muy asustada una mañana ventosa de febrero. Le dí dos pastillas de “gravol”, besó mi frente de estudiante de primer año de la U. y no la volví a ver. Hasta hoy en la portada del diario.


II

Fin

20.12.05

Amor y herrumbre

De la relación de mi vida me quedaron tres souvenirs : una gargantilla de bronce de la India, un pequeño sobre blanco con un vello adentro y la aversión animal a la palabra amor. A veces la recuerdo: sonriente, esponjosa, más inocente por dentro que por fuera, con su capacidad casi infinita de ser ignorante. Cocinera de cosas mágicas, siempre atenta a complacerme en casi todo y lo demás -como la vida misma- era negociable .
Compañera, siempre a la par, siempre incondicional, con la camiseta de mi equipo mojada en el pecho. Usaba el sexo como un pacificador infantil. Era sexo de anestesia para las heridas de incestos y abusos. Sexo de lluvia para las sequías de la autoestima. Juntos disfrutamos de las peores experiencias amatorias: cortas, insípidas, olvidables. Lo extraordinario eran los juegos preparatorios: intensos, húmedos, irrepetibles. Toboganes al vértigo, públicamente clandestinos, pero al fin incompletos. Eramos tan inconscientes que hasta la misma felicidad azul, -la más desconfiada y huidiza de todas-, se atrevió a visitarnos. Aunque luego hayamos tenido que echarla, porque ese día descubrimos que la tal felicidad nunca viaja sola, muy cerca de ella están como rémoras oscuras la desesperanza, el dolor y la decepción. Entonces nos deja más infelices que antes. Diez años después, el amor de mi vida vive con un vendedor de camellos de Marruecos, pesa treinta libras más, tiene cuatro hijos, usa caftán y velo, reza cinco veces al día a Alá akbar con la nariz en dirección a la Meca y, según me dicen, habla ahora con un acento como el del gordo de la tienda de telas.
Yo solo tengo la esperanza de que las noches límpidas del desierto -las mismas que permitieron a los antiguos astrónomos árabes bautizar estrellas con nombres como “Axila de cordero”- le lleven a su conciencia el recuerdo de aquel amor que como todos iba a ser para toda la vida. Para siempre hasta se que acaben las ganas y se nos caiga la venda de los ojos. Tan auténtico y tan herrumbrado como la gargantilla de bronce de la India, que aún cuelga encima de mi cama, apuntando en dirección a la Meca, sólo por si acaso.




Heriberto Rodríguez - Literatura Costa Rica

14.12.05

Descubridores de secretos II



El profesor de Literatura del Vasar College de Nueva York, Don Foster, es un “filólogo forense” que basándose en el estudio del léxico, el fraseo, la puntuación, la ortografía, y los recursos poéticos mostrados; ha sido capaz de identificar los autores de documentos anónimos como el “Manifiesto del Unabomber”, la novela “Primary Colors” y hasta una elegía fúnebre de 1612 parcamente firmada por un tal W.S.

En la novela “Primary colors” se relatan en clave los chismes, las interioridades de la campaña presidencial de Bill Clinton de 1992 (hace unos años la intenté leer en una versión traducida que me regalaron o compré en algún baratillo, llegué hasta el punto en que el personaje que se supone que es Bill Clinton, -me lo imaginaba hablando con ese “growl” sureño del entonces presidente-, le decía a otro personaje antes de un juego de tennis: “¡ Os voy a zurrar la badana!”, hasta ahí llegó mi paciencia con la traducción tan peninsularmente castiza); el autor, alguien que tuvo conocimiento directo de todas las interioridades de la campaña, tuvo la prudencia de firmar como “Anónimo”. Puesto el profesor Foster en la tarea de descubrir el autor de la novela su veredicto fue contundente: “No tengo ninguna duda fue escrita por Joe Klein”, éste, un columnista de Newsweek que había seguido de cerca la campaña, lo negó rotundamente, cinco meses después, abrumado por la evidencias recolectadas por Foster, no le quedó más remedio que aceptar su autoría; la reputación del Profesor alcanzaba su punto más alto. La historia de este descubrimiento es relatada por Foster en el libro: "Author Unknown. On the trail of Anonymous". El “Unabomber” era un antiguo profesor de matemáticas de Harvard que durante años envió atentados explosivos a distintas víctimas, su declaración de principios: “El manifiesto del Unabomber”, abundaba en referencias a la filosofía pop, los témpanos y las bombas; el profesor Foster no tuvo problemas en atribuir la autoría a quien el FBI ya había detenido. El profesor Foster ha trabajado en distintos casos con el FBI, desde el asesinato de una niña, hasta en las notas del atentado de los Juegos Olímpicos de Atlanta 96, descubriendo los rasgos propios que se dejan en la escritura, indelebles para los ojos de un descubridor de secretos como él.

8.12.05

Descubridores de secretos I



Descubridores de secretos : Steve Levitt (Parte I) y Don Foster (parte II)

Steve Levitt obtuvo recientemente el Premio John Bates Clark como el mejor economista menor de 40 años. Levitt es “un buscador de tesoros”, entre pilas de datos, entre larguísimas series de números, trata de encontrar patrones y descubrir lo que estos significan. En Chicago descubrió con sus arcanas técnicas como los profesores de una Escuela hacían trampa con los exámenes, sus hallazgos concluyentes depararon el despido de 12 miembros del personal de la escuela. En 1999, Levitt intentaba descubrir las razones del dramático decline en la criminalidad en los últimos años en los Estados Unidos, revisando sus series de datos notó que el crimen había empezado a bajar 18 años después de que la Corte Suprema de los Estados Unidos hiciera legal el aborto. Todavía más sorprendido descubrió como en cinco estados el crimen empezó a descender tres años antes que en los otros estados, estos fueron los cinco estados en donde el aborto fue legalizado precisamente tres años antes. La evidencia obtenida por Levitt lo llevó a una conclusión: “el aborto legalizado fue el factor más importante en la detención de la ola de crímenes de la decáda de los ochentas”. Sus conclusiones, respaldadas por los estudios realizados, han sido terriblemente contestadas desde las trincheras de lo moral y del humanismo. La economía es lo que es cierto, no lo que debería ser cierto, se defiende Levitt de sus acusadores. Los abortos practicados, dicen sus detractores, han sido entonces ejecuciones preventivas; así a estos infantes no natos sólo les fue adelantado el castigo que como futuros ciudadanos probablemente recibirían de parte de la sociedad. Esto puede verse como una forma muy práctica de resolver un problema: eliminar a los niños antes de que siquiera nazcan para ahorrarse todos los inconvenientes que en todo caso alguno de ellos (¿cuáles?, cuántos?) causarían, al eliminarlos de forma tan preventiva todos estos problemas ni siquiera nacerían, -nunca dicho tan literalmente-. Si la conclusión de Levitt es cierta, eso sólo sería un patrón más que indicaría el fracaso de las sociedades en su función de formar a sus miembros como personas felices, -una utopía en todo caso- , o, por lo menos, en personas que no se conviertan en una amenaza para sus propios cohabitantes.
Esa evidencia de la sociedad fallida es lo que en mi opinión más resalta de los resultados del estudio de Levitt y lo que más debiera importar.

1.12.05

Una novela, el naufragio.

Luego de tantos años de escribir la primera novela, estoy empezando la segunda, -me dijo ayer un amigo por teléfono-, y, te digo Heriberto, es como un parto.


En otro país Antonio Lobo Antunes ha dicho que las novelas se escriben solas, lo imagino caminando entre agadelfos y crisantemos por los parques de Lisboa con vista al Tajo (si es que los hay), observando absorto los espectáculos de naumaquia en los pequeños estanques, mientras la novela se cocina sola en el horno de su mente de donde saldrá lista como un pastel para ponerle la cereza y el merengue, él, alivianado de la carga que le ha supuesto cargar en la caja negra de su inspiración la novela autoconstruible, se sentará en el salón a leer la prensa y a “hinchar’ por el Benfica. Un parto. Iniciar una novela. Parir. Dudar. De la placenta previa de lo que a falta de mejor nombre y de menos osadía llamo creatividad surgió sobre hojas de papel desesperanzadas un amasijo, simbolitos cuneiformes casi, que yo llamo novela, como una forma de conjurar a tantos otros espíritus, alejarlos. Novella: un nombre con estirpe para que oficie de gargola auyentando a los demonios, algunos. Sí, creo como mi amigo que esto de escribir una novela es un parto ( no el parto al revés que de las mujeres tememos tanto en el subconsciente los hombres) sino el parto por delante de donde sale un fruto inconcluso, imperfecto, inevitable. Sostiene el escritor turco Orham Pamuk: “la novela, al obligarnos a abandonar nuestra propia identidad para entrar en otra, nos hace libres”. Pamuk me ilumina, el sentimiento de libertad que produce escribir: sentado en el trono provisional de un dios menor y con sordera daltónica es posible crear, destruir, representar, morir, resucitar, provocar todo eso en otros; en suma poner en práctica esa libertad que atribuye Pamuk a la novela, a su hacer. Cuando las cosas se pierden a veces se decide a buscarlas donde es más fácil hacerlo y no en el sitio donde se perdieron, por eso en la duda sigo recurriendo a lo que otros dicen: Faulkner pedía al novelista concentrarse en “la verdad y el corazón humano” (bahh trivialidades). Antonio, mi amigo portugués que no me conoce y que escribe novelas que se se escriben solas ha dicho: "Para mí una novela no es más que un delirio estructurado, la novela es la manera como estructuras tu delirio.” Isaac Bashevis Singer afirmó que el novelista sólo necesita tres cosas para escribir: “un buen tema o asunto real, el deseo imparable de querer escribirlo, y la convicción de que sólo él puede hacerlo con todas sus consecuencias. “
Concluyo ya la parte evasiva que me llevó lejos de aquí a referirme a estos señorones. Confrontado por fin a la pregunta aún sin forma que quiero responder (difusa, casi absurda como una interrogante de periodista deportivo local) y que tiene que ver con la necesidad de escribir una novela, de parirla desde las entrañas propias con todos esos bordes ásperos y puntiagudos de piña que tiene. Crear una novela (o merecerla para hacer una referencia a Borges, reincido en mis intentos evasivos). Escribir una novela un parto, un desahogo incompleto, un naufragio inútil por inocuo y seco, y porque en la mayoría de los casos deja a sus padecientes en el mismo puerto vano de donde habían salido con magníficas ilusiones de travesías por tierras glamorosas y pudientes. Escribir una novela. Naufragarla.