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30.1.07

La vida y la literatura







Las sentencias de Zadie Smith.

En esta época de mi vida se me hace muy aburrido retomar el estudio de la literatura como si estuviera praticando el más sancto oficio de diseccionador; por ahora, lejos de los canones y de la semiótica y de las engoladas teorías, prefiero incurrir en la grave falta de la comisión de la escritura de textos de distinto pelaje -aunque todos con el mismo pedigrí mestizo que es el único que me sale- antes que recorrer los manicureados campos de golf de las teorías literarias (no importa que al momento de iniciar el blog ese fuera uno de mis propósitos, total, se cambia de año y se cambia de propósitos, también). Sin embargo, en ocasiones me encuentro con aportes que me quitan el aburrimiento selectivo que me provoca referirme a estos temas. Por ejemplo, un reciente artículo en un periódico británico que además de proponer unas definiciones muy inteligentes se refiere de una manera especial a uno de los efectos que la literatura puede causar en quienes la consumen. “El estilo en la literatura – dice en The Guardian la escritora británica Zadie Smith- es entendido precisamente como una expresión de la personalidad... La personalidad de un escritor es su manera de ser y estar en el mundo: Su estilo al escribir es el rastro inevitable de esa manera.” Sigue dicendo la celebrada autora de Dientes blancos : “..el estilo...(en un escritor) debe verse como la única expresión posible de una conciencia humana en particular. El estilo es la forma con la que el escritor cuenta la verdad. El éxito o el fracaso literario, según esta medida, no depende solo del refinamiento de las palabras en una página, sino en el refinamiento de una conciencia, lo que Aristóteles llamaba la educación de las emociones.”
Y remata con unas elocuentes sentencias: “Los textos mal escritos no causan nada, no cambian nada, no educan ninguna emoción, no remodelan ningún circuito interior, ... en cambio un texto bien escrito nos conmina a aceptar su propia visión. Pasas la mañana leyendo a Chekhov y por la tarde, caminando por el vecindario, el mundo ya se ha tornado “Chekhoviano”.
Ahora que leo a la Smith, (sus palabras ajenas describiendo con precisión una realidad que es muy propia) caigo en cuenta de que yo mismo he sentido esos encantamientos de la literatura. Así si por las mañanas de mi infancia yo leía a Tom Sawyer o alguna novela de Verne, por las tardes ya no era el mismo y en vez de caminar con los amigos por las orillas del tan pedestre río Liberia yo andaba recorriendo el Limpopo o el Mississipi en busca de algún baobab o de la balsa de Huckleberry. Ese es uno de los efectos mágicos de la literatura de los que sí vale la pena hablar.

10.1.07

Una de espías



“Zigzag” Chapman presentó sucintamente su plan: Es muy simple, el doctor Graumann ha prometido llevarme a un acto donde estará presente Hitler, ahí será sólo cuestión de hacer detonar la bomba. El agente del MI5 notó en el rostro de Chapman una seriedad que no parecía corresponder a sus veintisiete años, ni a ninguna de sus otras caras útiles de ladronzuelo con más quince años en el oficio.
-Es usted conciente, Sr. Chapman, que de cualquier manera, sea que su acción tenga éxito o no, sería liquidado inmediatamente-le preguntó sin disimular su acento “Etonesque” el más joven de los agentes.
-Ah, pero qué manera de morir, respondió “Zigzag” con una sonrisa.

A partir de aquí es sólo cuestión de que alguien quiera continuar escribiendo la trama para hacer una de esas novelas de espías como con las que me he entretenido en estos días de vacaciones en las que me he alejado de tantos cosas –como de los libros serios y los compromisos aburridos, por ejemplo.

En la vida real, tal y como lo publicó ayer El Clarín de Argentina , los altos mandos británicos, -se dice que incluso Winston Churchil himself estuvo al tanto de los acontecimientos- no le dieron luz verde a Chapman para proceder con su plan. “Zigzag” Chapman retornó a Alemania, donde fue luego condecorado con la Cruz de Hierro por los Nazis, al final de la guerra regresó a Inglaterra en donde murió de puro viejito y aburrido. Pero esa, es otra novela.

4.1.07

Tres capuccinos

Sí, ya sé que no se toman capuccinos después de las 10: 30 am., lo aprendí en Siena con la Señorita Lollofrígida, quiero decir la Lolofrígida, acabo de pedir el tercero de la tarde, no quiero perder el sitio, esa mesa en la cafetería del Terra Centro Comercial tiene la mejor ubicación para escuchar el concierto gratuito de un grupo nacional que tiene hasta toneladas de groupies. Hoy, la víspera de la víspera del día de Navidad, me acompaña con su alegría el fantasma bello en que convertí a ella, desvaído y con mucha voluntad, trata de animarme, mientras yo disimulo sin mucha vocación de actor. No es su culpa. Desde niño siempre lo de las culpas ha sido mi territorio y mi dominio. Me distraigo, procuro al menos. ¿Por qué no escribir canciones?, me digo en silencio, mientras ella habla y se divierte observando ajena los gestos extasiados de las fanáticas que se saben todas las canciones del grupo, -será la acústica del sitio al aire libre, serán mis oídos desequalizados por la natación (ya se sabe que nada bueno deja el deporte) pero no me es posible entender las palabras que el cantante de la banda pronuncia en idioma español-, al mismo tiempo ya escucho en mi I- pod cerebral mi composición, la imagino recargada de cuerdas, riffs solemnes para hacer solemne la creación, ya la tengo lista, ahora solo es cuestión de escribirla: “ que sentido tiene eeestar vivo..., la absurda existencia... , sin tu latido...”, bahh lo mismo me pasara si me pusiera a pintar: solo Kitajs y Kandinskys saldrían (no con esa calidad, sino con una influencia autoencorsetadora muy cercana al plagio descarado), por eso no escribo canciones, ni pinto, sólo por eso. El café, probablemente, agrava mi ansiedad, mi agudo sentido de la desubicación, la molestia de sentirme egoísta con todos menos conmigo mismo. “Mi policía mental ha empezado a utilizar gases lacrimógenos”, siempre me pareció escuchar esa frase en una canción de Luccio Dalla que en la casetera de su Fiat Supermirafiore bianco siempre escuchaba la Señorita Lollofrígida, digo la Lolofrígida. Perdón por la tristeza. Estoy confundido en la intemperie dudosa del frente de una encrucijada, de un agreste jardín con senderos que se bifurcan y se entrelazan y que me hacen pensar que es posible que mis expectativas sean las incorrectas y que al final los árboles sanguíneos no tienen por qué tender a mi paso sus cacareadas sombras de bondad, de solidaridad o de pinche respeto, que mi creencia de que los de mi alrededor solo quieren cogerme (excusas por el francés) o seguir indiferentes con su pantomima o con la mía es algo que solo se hace más grande con el tiempo. Aquí en el pecho. Esto de las fiestas de Navidad y Año Nuevo es una mierda.