Amor y herrumbre
De la relación de mi vida me quedaron tres souvenirs : una gargantilla de bronce de la India, un pequeño sobre blanco con un vello adentro y la aversión animal a la palabra amor. A veces la recuerdo: sonriente, esponjosa, más inocente por dentro que por fuera, con su capacidad casi infinita de ser ignorante. Cocinera de cosas mágicas, siempre atenta a complacerme en casi todo y lo demás -como la vida misma- era negociable .
Compañera, siempre a la par, siempre incondicional, con la camiseta de mi equipo mojada en el pecho. Usaba el sexo como un pacificador infantil. Era sexo de anestesia para las heridas de incestos y abusos. Sexo de lluvia para las sequías de la autoestima. Juntos disfrutamos de las peores experiencias amatorias: cortas, insípidas, olvidables. Lo extraordinario eran los juegos preparatorios: intensos, húmedos, irrepetibles. Toboganes al vértigo, públicamente clandestinos, pero al fin incompletos. Eramos tan inconscientes que hasta la misma felicidad azul, -la más desconfiada y huidiza de todas-, se atrevió a visitarnos. Aunque luego hayamos tenido que echarla, porque ese día descubrimos que la tal felicidad nunca viaja sola, muy cerca de ella están como rémoras oscuras la desesperanza, el dolor y la decepción. Entonces nos deja más infelices que antes. Diez años después, el amor de mi vida vive con un vendedor de camellos de Marruecos, pesa treinta libras más, tiene cuatro hijos, usa caftán y velo, reza cinco veces al día a Alá akbar con la nariz en dirección a la Meca y, según me dicen, habla ahora con un acento como el del gordo de la tienda de telas.
Yo solo tengo la esperanza de que las noches límpidas del desierto -las mismas que permitieron a los antiguos astrónomos árabes bautizar estrellas con nombres como “Axila de cordero”- le lleven a su conciencia el recuerdo de aquel amor que como todos iba a ser para toda la vida. Para siempre hasta se que acaben las ganas y se nos caiga la venda de los ojos. Tan auténtico y tan herrumbrado como la gargantilla de bronce de la India, que aún cuelga encima de mi cama, apuntando en dirección a la Meca, sólo por si acaso.
Heriberto Rodríguez - Literatura Costa Rica
Compañera, siempre a la par, siempre incondicional, con la camiseta de mi equipo mojada en el pecho. Usaba el sexo como un pacificador infantil. Era sexo de anestesia para las heridas de incestos y abusos. Sexo de lluvia para las sequías de la autoestima. Juntos disfrutamos de las peores experiencias amatorias: cortas, insípidas, olvidables. Lo extraordinario eran los juegos preparatorios: intensos, húmedos, irrepetibles. Toboganes al vértigo, públicamente clandestinos, pero al fin incompletos. Eramos tan inconscientes que hasta la misma felicidad azul, -la más desconfiada y huidiza de todas-, se atrevió a visitarnos. Aunque luego hayamos tenido que echarla, porque ese día descubrimos que la tal felicidad nunca viaja sola, muy cerca de ella están como rémoras oscuras la desesperanza, el dolor y la decepción. Entonces nos deja más infelices que antes. Diez años después, el amor de mi vida vive con un vendedor de camellos de Marruecos, pesa treinta libras más, tiene cuatro hijos, usa caftán y velo, reza cinco veces al día a Alá akbar con la nariz en dirección a la Meca y, según me dicen, habla ahora con un acento como el del gordo de la tienda de telas.
Yo solo tengo la esperanza de que las noches límpidas del desierto -las mismas que permitieron a los antiguos astrónomos árabes bautizar estrellas con nombres como “Axila de cordero”- le lleven a su conciencia el recuerdo de aquel amor que como todos iba a ser para toda la vida. Para siempre hasta se que acaben las ganas y se nos caiga la venda de los ojos. Tan auténtico y tan herrumbrado como la gargantilla de bronce de la India, que aún cuelga encima de mi cama, apuntando en dirección a la Meca, sólo por si acaso.
Heriberto Rodríguez - Literatura Costa Rica
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