Sobre un género menor olvidado
Hay un género literario al que extrañamente nunca se le ha reconocido en toda regla su verdadera importancia, su verdadera trascendencia, es el género tan injustamente olvidado de los Primeros Capítulos, que está compuesto -como lo sabe todo estudiante de Cuarto grado de la Escuela de Mojigatal Abajo de Nicoya- por primeros capítulos de relatos que nunca pasan de eso, y que así casi nonatos, trascienden su propia incompletitud para recubrirse de una quizás mítica pátina como de obra póstuma, con la ventaja adicional de que no es estrictamente necesario que el autor se muera para que sus obras alcancen tan fúnebre y prestigioso adjetivo.
“CAPITULO I”
I
Hoy ví su foto en la portada del periódico antecedida por un titular a ocho columnas de letras rojas; esta vez no provocó, como en el pasado, que de mi boca se derramara saliva ansiosa y pavloviana y un poco espesa. Todo sucedió en aquellas remotas vacaciones -de súbito me parecen cercanas otra vez- en las que, como todos los veranos mi padre, siempre tan ansioso de librarse de mí, me enviaba a la casa viuda y capitalina de mi tía. No recuerdo como fue que yo, tan tímido y pueblerino le hablé por primera vez. No recuerdo como fue que yo, apenas posadolescente y precavido, empecé a visitarla en su apartamento del tercer piso, justo encima del de mi tía. Recuerdo sí, la secreta ceremonia que se celebraba seis días a la semana: muy temprano cada mañana, serían las cinco menos diez, oía su caminar incoherente subir por la ruidosa escalera de madera, poco antes mi tía había salido para su trabajo en el hospital - blanca y pulcra con sus zapatos de goma, sus medias caladas que hacían juego con su rostro de enfermera-, su experiencia profesional la hacía la más silenciosa del edificio a la hora de bajar por las escaleras. Ella sí hacía ruido. Recuerdo muy bien como era en aquél tiempo, como estaba su recuerdo desde entonces en la fiel custodia de las selectivas bodegas de mi memoria. Su foto de hoy en la portada de ese diario afrentaba la imagen que yo aún sin darme cuenta guardaba todavía, impulsado por alguna ignota motivación. Recuerdo su cuerpo bronco, mostrenco, la difícil asimetría que le daba su tipo de vida y el que anteriormente practicó en las faenas agrícolas: las pantorrillas abultadas, los bíceps endurecidos, las caderas más anchas que sus hombros. Su rostro duro que se ensuavizaba al verme -ahora creo que era ese efecto el que me hacía regresar una y otra vez-. Volvía taciturna, quizás cansada por las arremetidas kinéticas a las que sometía su cuerpo con una frecuencia variable cada noche. Eso depende de muchas cosas, había respondido a mi tan inexperto pedido de un número, un crudo número que me sirviera para aclarar aunque fuera un poco las variadas tramas que todas las noches urdía mi ansiosa imaginación. Hasta un promedio aproximado por noche es difícil sacar en este negocio, me seguía respondiendo sin perder la paciencia ante mi imberbe insistencia. Llegaba ansiosa y despierta por el efecto de los cigarrillos y el tequila, me dejaba hacerle café y untarle mantequilla al pan que cada mañana traía literalmente bajo el brazo trabajado, como si fuera toda una francesa chic, el pan que llegaba adobado por el contacto con ese turbio islote de carne que no alcanzaba a cubrir ninguna de las blusas sin mangas que usaba siempre. Me retenía en su apartamento
-retener no es quizá el verbo más elocuente- hasta eso de las diez cuando ya más relajada le entraba por fin sueño y se dormía en el sillón rojo de vinil duro de la salita o en la cama con respaldar de formica de su cuarto, tan poco ventilado. Por ese entonces nadie sabía nada de la globalización, (todos los que podían saber algo estaban muy ocupados con la sustitución de las importaciones), excepto, claro está, los de la ilustre legión del mal que siempre andan adelante de todos y ya habían empezado a ponerla en práctica. Con la llegada de los primeros capos americanos a San José el negocio se internacionalizó como nunca, ya no era sólo que traían pacientes a la ciudad -turismo de aventuras llamaban entonces- sino que también era posible hacerles llegar a sus ciudades eficientes proveedoras de los servicios -y todo esto sin que existiése aún Internet-. Rocco, uno de estos capos, era un expolicía de los Angeles, que había quedado lisiado en cumplimiento del deber, justo antes de cambiarse de bando -obsérvese el maniqueísmo simplista del autor- se empeñó en exportarla al ambiente de San Francisco, ella, temerosa del mal humor y de la buena puntería del gringo, partió muy asustada una mañana ventosa de febrero. Le dí dos pastillas de “gravol”, besó mi frente de estudiante de primer año de la U. y no la volví a ver. Hasta hoy en la portada del diario.
II
Fin
“CAPITULO I”
I
Hoy ví su foto en la portada del periódico antecedida por un titular a ocho columnas de letras rojas; esta vez no provocó, como en el pasado, que de mi boca se derramara saliva ansiosa y pavloviana y un poco espesa. Todo sucedió en aquellas remotas vacaciones -de súbito me parecen cercanas otra vez- en las que, como todos los veranos mi padre, siempre tan ansioso de librarse de mí, me enviaba a la casa viuda y capitalina de mi tía. No recuerdo como fue que yo, tan tímido y pueblerino le hablé por primera vez. No recuerdo como fue que yo, apenas posadolescente y precavido, empecé a visitarla en su apartamento del tercer piso, justo encima del de mi tía. Recuerdo sí, la secreta ceremonia que se celebraba seis días a la semana: muy temprano cada mañana, serían las cinco menos diez, oía su caminar incoherente subir por la ruidosa escalera de madera, poco antes mi tía había salido para su trabajo en el hospital - blanca y pulcra con sus zapatos de goma, sus medias caladas que hacían juego con su rostro de enfermera-, su experiencia profesional la hacía la más silenciosa del edificio a la hora de bajar por las escaleras. Ella sí hacía ruido. Recuerdo muy bien como era en aquél tiempo, como estaba su recuerdo desde entonces en la fiel custodia de las selectivas bodegas de mi memoria. Su foto de hoy en la portada de ese diario afrentaba la imagen que yo aún sin darme cuenta guardaba todavía, impulsado por alguna ignota motivación. Recuerdo su cuerpo bronco, mostrenco, la difícil asimetría que le daba su tipo de vida y el que anteriormente practicó en las faenas agrícolas: las pantorrillas abultadas, los bíceps endurecidos, las caderas más anchas que sus hombros. Su rostro duro que se ensuavizaba al verme -ahora creo que era ese efecto el que me hacía regresar una y otra vez-. Volvía taciturna, quizás cansada por las arremetidas kinéticas a las que sometía su cuerpo con una frecuencia variable cada noche. Eso depende de muchas cosas, había respondido a mi tan inexperto pedido de un número, un crudo número que me sirviera para aclarar aunque fuera un poco las variadas tramas que todas las noches urdía mi ansiosa imaginación. Hasta un promedio aproximado por noche es difícil sacar en este negocio, me seguía respondiendo sin perder la paciencia ante mi imberbe insistencia. Llegaba ansiosa y despierta por el efecto de los cigarrillos y el tequila, me dejaba hacerle café y untarle mantequilla al pan que cada mañana traía literalmente bajo el brazo trabajado, como si fuera toda una francesa chic, el pan que llegaba adobado por el contacto con ese turbio islote de carne que no alcanzaba a cubrir ninguna de las blusas sin mangas que usaba siempre. Me retenía en su apartamento
-retener no es quizá el verbo más elocuente- hasta eso de las diez cuando ya más relajada le entraba por fin sueño y se dormía en el sillón rojo de vinil duro de la salita o en la cama con respaldar de formica de su cuarto, tan poco ventilado. Por ese entonces nadie sabía nada de la globalización, (todos los que podían saber algo estaban muy ocupados con la sustitución de las importaciones), excepto, claro está, los de la ilustre legión del mal que siempre andan adelante de todos y ya habían empezado a ponerla en práctica. Con la llegada de los primeros capos americanos a San José el negocio se internacionalizó como nunca, ya no era sólo que traían pacientes a la ciudad -turismo de aventuras llamaban entonces- sino que también era posible hacerles llegar a sus ciudades eficientes proveedoras de los servicios -y todo esto sin que existiése aún Internet-. Rocco, uno de estos capos, era un expolicía de los Angeles, que había quedado lisiado en cumplimiento del deber, justo antes de cambiarse de bando -obsérvese el maniqueísmo simplista del autor- se empeñó en exportarla al ambiente de San Francisco, ella, temerosa del mal humor y de la buena puntería del gringo, partió muy asustada una mañana ventosa de febrero. Le dí dos pastillas de “gravol”, besó mi frente de estudiante de primer año de la U. y no la volví a ver. Hasta hoy en la portada del diario.
II
Fin
2 Comments:
Son los famosos false starts de Scott Fitzgerald. No recuerdo cual narrador decía que uno no sabe si tiene entre manos un buen ejercicio o un relato hasta que lo termina. Si me gusta, es lo segundo. Si no, fue una práctica. Es cuestión de salvar el ego.
Habría que ver, que este Fitzgerald estaba siempre medio aturdido por la gin, el ajenjo y esas cosas de cuando París era una fiesta. El poeta portugués Ricardo Reis hace una mención de este género tan olvidado, lo mismo es posible ver en el tomo de la Enciclopedia Británica que trata sobre la historia eclesiástica del Reino de Tlon (no encuentro los puntitos para poner encima de las vocales), lo mismo refieren desde España los señores Ortega y Gasset, incluso desde la Argentina el novelista Bustos Domecq hizo una vigorosa defensa de este género tan menor eso sí hay que reconocerlo.
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