Tu probable soledad
Te fuiste. Te llevaste la mirada que arriaba el caos en mi casa y la dejaste llena de ausencia. La misma mirada que le daba sed a mi hambre y me dejaba peor. Me dejaste la felicidad de tus bragas abigarradas, la fortaleza de tus sostenes vacíos de gloria y los demás abalorios que me hacían sentirme orgulloso de ser un pelafustán. Tu pelafustán. Estos cuerpos de nuestros delitos se los daré al travesti del barrio, para la colección. Prometo que no me dejaré ni uno solo. Prometo que por una vez cumpliré mis promesas. Te llevaste el Rolex, regalo de tu marido y símbolo del incienso y la gracia del poder establecido. Me dejaste rastros de tu cabello y su olor en el cepillo. Desde que recuerdo, el pelo de una mujer bonita tiene el mismo aroma del perfume de mi primer amor, porque todos los amores son el mismo repetido, la misma mujer encarnada en distinto cuerpo para seguir engañándonos la vida con los ojos de pan casero y la risa de banquete inacabable.
Me dejaste el recuerdo de mis manos en tus nalgas blancas, tibias, frutosas, como cajetas de leche en polvo. Te llevaste mi agradecimiento por tu hombro siempre dispuesto, que esperaba mi cabeza goteando, y me dormía, feliz, otra vez con tu olor. Me dejaste el dilatador de mil cosas y tus demás medicinas para el asma, inútiles ahora sin más desasosiegos que sosegar. Las medicinas para el alma, esas te las llevaste todas.
Me dejaste tu sexo en mis sueños, mojado y agradecido. Cada día me duele más.
Te llevaste el libro de tus ojos, la escalera al cielo, aunque me dejaste los únicos lentes en el mundo capaces de leerlo tal y como es. Me dejaste la boca llena de felicidades y fantasías que algún día me atrevería a decirte. Te llevaste la falta de tu memoria y los excesos de la mía. Los equilibrios se rompen antes de podrirse. Me dejaste recuerdos de mil anarquías, de acciones sin fajas ni homilías. Añoradas transgresiones al pudor, como los paseos por playas teóricamente desiertas, vestidos solo con el disfraz de la arena pegada al sudor. Parecíamos, según dijiste, los monstruos de la Isla de Gilligan. No olvido la arena de la playa, siempre curiosa, intrusa, y enamorada de las mismas partes de tu cuerpo que yo. Te llevaste mi enojo con tu terquedad salvaje, incontrolable como la selva. Terrible y molesta.Y entonces te odié. Me dejaste desatadas las ganas de escurrirme por el papel. Nunca he sido capaz de escribir después de hacer el amor. Con tu ausencia escribo sin parar todas las historias que estuvieron atrapadas en algún lugar entre mi cuerpo y tu cuerpo, y que ahora corren libres sin carcelera ni conciencia. El frenesí después de la privación. Me dejaste las fotos y cintas con tu fotogenia liberada, saboreándolos podría con fortuna perder la razón. Te llevaste alguna de mis virginidades en amores: nunca antes nadie me había dejado; la derrota me hace más común y humano. Me dejaste sin tu cuerda para no hundirme cada vez que me caía en mi pozo personal. Algunas veces el pozo era muy profundo o la cuerda muy corta, y me ahogaba por un buen tiempo. Otras veces -la mayoría- me rescatabas tembloroso y llorando, entonces en la alegría después de la tristeza éramos felices, mientras nos acordáramos o nos olvidáramos. Nunca había podido escribir nada para vos, que los dolores me hacen callar y bajar la cabeza. Y con la cabeza baja no se puede escribir, para escribir hay que tener dignidad, para luego perderla lentamente.
Sacando las cuentas de tu era y con la lengua en mis heridas, me queda el sabor de que me has dejado más de lo que te has llevado, pero no puedo evitar sentirme derrotado.
Porque si ganaron mi tranquilidad y su paz -la paz del aburrimiento- perdieron las aventuras aún por vivir, el dolor de desearte, la felicidad de no tenerte y la incertidumbre de tu probable soledad.
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