Yo no sé bailar
"Bailar es soñar con los pies", dice una canción de el que a menudo recurro como fuente de mis centones. Ante mis ojos se sucede el baile energético, yo sólo soy un lejano espectador, incapaces los destilados ingeridos de procurarme la buscada intoxicación, (debo haber ganado un poco de peso últimamente, supongo que eso hace más difícil alcanzar a la una de la madrugada de un sábado la relación lípido/etílica ideal para llegar a ese estado de inconsciencia que me hace creerme Superman, sólo unas pocos horas antes de que me haga sentir como Superpan y con úlceras en viciosa gestación). Adjunto a la pared, en su papel de columna antisísmica de repuesto, el wannabe de Superman observa el baile en esa discoteca que es un hervidero de personas sudando y levitando en el fragor de la pista de baile por arte de esa liturgia que es el baile de un sábado por la noche en esa ciudad de provincia, que ahora es la capital de una provincia del país que ya pronto tendremos en sustitución de ese otro país en el que aún -no sin mucha negligencia- creemos vivir. Mi amigo traza en la pista diagonales zurdas y arabescos moros o porteños ("el sanguchito", "el ocho") con la muchacha que conocimos entre los dos sólo hace poco, (dos o tres bares antes); el vestido corto y crema de ella le enaltece las piernas, las pantorrillas, y, supongo, la tibia y el peroné. El calor húmedo del lugar y los accesos dancísticos, a los que por intervalos de treinta y cinco minutos la somete mi amigo, la dejan completamente húmeda. Puedo ver, puedo casi constatar con mis dedos (“...yo no me llamo Tomás...”, decía la canción de los Hombres G; mentira: era otro nombre de hombre) la líquida tangibilidad del sudor de la muchacha cuando me siento por un instante en la mesa que ahora comparte con mi amigo que baila y habla y baila. Ella sonríe, me hace una escueta exposición oral que resume lo que ya le ha dicho antes a mi amigo: tiene veintisiete años, es vecina de ese pueblo (que es o fue también el mío), es abogada o periodista , (da lo mismo); por mi parte, yo no le dije que tenía un amigo que puso en su blog una entrada sobre una periodista de Telenoticias o de una abogada de la corte suprema, (da lo mismo), no le dije que “nacupenda sana” significa “me gustás mucho" en idioma suahili (en realidad significa "te quiero", pero no era cuestión de ponerme muy paroxístico a esas alturas), no le dije que Terry Gilliam es el único de los Monty Python que es americano. Tampoco le dije algo así como que “su sonrisa debería ser ilegal por peligrosa”, (bahh, ya sé que tampoco es tan buena línea, ya sé que la he usado antes), o quizás aquella de “tu sonrisa terapeútica”, (vamos no sean muy rigurosos conmigo); como fuera, las pocas engoladas naderías que pude decirle no hicieron mucho por borrar mi pecado original: Yo no sé bailar. En los minutos que permanezco de invitado en la mesa, antes de que mi amigo vuelva arremeter con sus accesos de trompo tatareto, puedo ver muy de cerca a la muchacha que, como ya saben, conocimos hace tres o cuatro bares y que ahora hasta comparte la mesa con mi amigo; ella lleva muy bien su vestido corto, no aparenta estar sobrevestida en ese sitio que es como el salvaje oeste en el noroeste de Costa Rica, veo el sudor en su pelo y en sus hombros escurriéndose hacia abajo con obediencia a la ley de la gravedad, hacia algún solemne lugar donde tal vez se entrape; mientras no puedo dejar de imaginar el fondo de una bolsa de palomitas de maíz, saladas por supuesto. El whisky, la cerveza, los margaritas (que se veían como amariconados en ese sitio de machos sabaneros, montatoros pamperos) no quisieron esa noche llevarme a los paraísos artificiales. Del Prozac no hay queja, ni oportunidad de probarlo. Se reinicia el “set” con el merengue o la salsa o el wawancó o la mazurca polaca o la milonguita porteña, (da lo mismo). Me resigno a pensar a manera de consuelo que, a la larga, yo funciono mejor en algún bar en las montañas de Coronado, oscuro y con música de Roque Narvaja o de Ferro. Ahora, debo retirarme de la mesa. Yo no sé bailar.
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