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22.3.06

Dos preguntas manidas

Pregunta manida #1 - ¿Cuál es la utilidad de la literatura?
La tentación de ceder ante la pregunta de para qué se escribe.

¿Para qué sirve esto de la literatura? Más concreto: ¿Para qué sirve esto de que alguien le dedique horas y horas de su tiempo –que pudiera utilizar en cualquier otra cosa con mayor utilidad– al ejercicio aparentemente estéril de la creación literaria?. ¿Para qué se escribe? ¿ Para qué le sirve a quien lo ejerce el voluptuoso oficio de escribir. Eso que T.S. Elliot decía que era hablar en público con palabras privadas. Esta interrogante se ha repetido una y otra vez y a la que se le encuentran respuestas tan distintas como las personas que las ensayan.
Para García Márquez – había jurado que la próxima vez que hablara de literatura no íba a citar a García Márquez – la literatura es completamente inútil; Borges, siempre optimista, refería que se escribe para sí, para unos cuantos amigos y para pasar el tiempo que nos queda antes de irnos. Otro autor español afirmaba que escribía para poder leer los libros que más le gustaban y que no estarían disponibles a menos de que él mismo -quién si no- los escribiera.
Para mí esto de escribir sirve para rememorar los lugares perdidos, para invocar al pasado, para llamarlo a escena y suponerlo capaz de presentarse ahora con mejores ropajes que cuando fue presente. Para convocar a ese pasado que es inédito, (ese pasado que, como dijo Faulkner, no está muerto ni ha pasado ni es pasado) queda el recurso de perpetrar relatos con los retazos de los recuerdos de la vida, intentando pintar sus contornos con los colores que la mezcla dispar de la memoria y la imaginación quiera ahora asignarles. Para eso, en parte, sirve el ejercicio de la literatura: para procurar revisitar esa patria perdida que es la infancia, para la busqueda de un pasado que embruja, que sería perfecto de no ser porque se encuentra ya irremediablemente pérdido y, además, porque realmente nunca lo fue, pero que de las selectivas bodegas de la memoria y con la ayuda errática de la imaginación emerge ahora mejor que nunca, mejor que cuando estuvo de moda. Y es que nada nos puede llevar más cerca de esos lugares perdidos que el “inútil” ejercicio de la creación literaria.
Como dijo Kundera: la lucha de la memoria contra el olvido es la lucha de la libertad contra la tiranía.


Pregunta 2: ¿Cómo se contrae la enfermedad, cómo se llega a eso de escribir?
La invención de la soledad

Se supone que existen teorías literarias: rígidos códigos y canones que están hechos por severos señorones para que todos los que aspiramos a escribir no sólo los sigamos, sino que los reverenciemos y los alabemos como algún falso ídolo caído del cielo o de algún volcán. Esto es algo así como lo que afirmaba Nietzche: enturbiar el agua para hacerla parecer más profunda. Se supone que cualquier autor debe llegar hasta la literatura por la ruta de la obediencia de estos mandamientos canónicos – nótese que digo canónico y no canónigo- . Desde siempre he proclamado (y, con descaro, he pretendido utilizarla en mi propio beneficio cómo una especie de escudo protector) mi primaveral ignorancia sobre el tema y aspiro a continuar siendo un perpetuo forastero en ese encumbrado patio de doctos y dogmas. Así entre la teoría y la libertad escojo la libertad. Eso sí, creo con Borges que la literatura es orden, pero también aventura.
Mi camino vecinal de acceso a la literatura pasa más bien por la remembranza de las charlas serena con mi abuelo Nano, mis recuerdos de él explicando ese mundo indócil que no terminaba en el lindero de nuestra miraba con una facilidad como si el mundo le cupiera facilmente, ese mundo de entonces que era más exótico aún, que no era el pueblito global de hoy. Lo recuerdo a mi abuelo con los estudiantes universitarios que acudían a visitarlo por las tardes en el corredor de piso blanco de nuestra casa, hablándoles de la guerra relámpago de los nazis, del desembarco en Normandía, de Fermi y el proyecto Manhattan; lo recuerdo explicándome a mí, con un entusiamo que me contagió indeleblemente de curiosidad, sobre el monstruo de Guila y las pirañas del Amazonas, y por supuesto, regalándome libros, a mí que era su nieto mayor y que para él nunca tuve más de 5 años. Y ese asunto me pareció lo más formidable del mundo: la exploración de un mundo ajenísimo lleno de cosas maravillosas, de aventuras trepidantes y divertidas y , además, la posibilidad latente de explicar ese mundo casi inverosímil a los demás.

Y así, empecé a encontrar insólito placer en algo que no engorda, que no es inmoral o ilegal, como es la lectura. Con las novelas de Salgari, con las historias de las expediciones de Livingstone, con los recuentos de las guerras santas de los cruzados. Descubrí el universo de Verne y su isla con los náufragos juveniles con dos años de vacaciones, el mundo de Tom Sawyer, la nostalgia de Corazón – desde entonces guardo una terrible sensibilidad hacia los textos que cuentan historias tristes-. Y, luego, más adelante vino el descubrimiento de las mujeres, pero ese es otro tema.
De la forma en que el capitán Nemo observa el mundo desde la callada placidez de su puesto de mando en el Nautilius, así como Montaigne contempla lo que le rodea desde la oscura seguridad de su torre, yo, influenciado por los efectos que la lectura me ocasionó, idee para mis juegos, no una casa en el árbol, sino un un faro tuerto -del que desde entonces soy su único habitante – para recorrer el mundo que lo rodea con su luz compuesta por esos artificios que son la palabra, la imaginación, y esa mezcla insomne entre el deseo y la memoria, y desde el que puedo observar todas las cosas que lo rodean, reales o ireales, desde donde puedo oficiar de dios, - de ese dios falible, que decía Borges- , mezclando lo irreal con lo real, porque como dice Tomás Eloy Martínez: 'La literatura es un juego entre verdad y mentira, y lo importante no es qué es verdad o mentira, lo importante es el juego' , y de esa forma, con este juego tan artificioso y adulterado intento construir un mundo propio. Claro, humildemente soy el primero en reconocer que en la literatura no cuentan las intenciones sino los resultados.