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20.12.07

Shaolin un diciembre








La nostalgia, ha dicho Alfonso Chacón con su vocación de filósofo moral, es el comienzo del final. Hace unos días en mi última visita a Liberia no había rastros del sol valiente, del viento liberado de fines de noviembre, principios de diciembre, ni, por supuesto, del fin de curso colegial o de mi trabajo de vacaciones lavando los vasos y sirviendo cervezas “pechonegros” tibias en el Restaurante, sólo la neblina parecía salir del suelo blanco de Liberia.


Fines de un noviembre, inicios de un diciembre, terminaban las clases y yo debía trabajar. Liberia al inicio del verano, cielo destemplado, verano en gestación, tardes de siestas luminosas, el viento silba maniaco, zanates lustrosos y erizados ante su propio reflejo en los charcos, las tardes como para ir a apear jocotes. A todos ellos: al viento, a noviembre, a los zanates, al sol, a diciembre, a las tardes lentas, a los vasos que se agrupaban en la pila del bar listos para que mis manos pequeñas los enjuagaran, a los jocotes, al yo que iba deprimido al brete, a todos les debo mi aversión al trabajo. En la mañana lavaba vasos en mi empleo en el restaurante, entre borrachos sorprendidos arteramente por la mañana que clamaban por un jugo de tomate con hielo, compañeras de trabajo procurándose los abortos espontáneos que, se dice, pueden ser ocasionados con la ingesta anticoagulante de más de cuarenta aspirinas a la vez (menos invasivos, -literalmente-, que las varillas de paraguas, los radios de aro de bicicleta) , con el aroma de los gallo pintos humeantes que preparaban las cocineras para los clientes, con el radio en el fondo diciendo lo mismo de la Vuelta ciclística (como siempre ganaban los colombianos, el relator ponía emoción entonces con los lugares comunes del entorno: “una madre emocionada despoja a su bebé del pañal para decirle adios a la caravana multicolor que culebrea por la carpeta asfáltica, curviita a la izquierda, curviiita a la derecha...”), mis manos olorosas al dinero que tomaba de los clientes antes de guardarlo en la monolítica caja Anker de acero inoxidable, los lunes y martes cuando le hacía los libres a la cajera, la misma cuasimulatona que se cambiaba el uniforme sin preocuparse de que yo la viera lo suficiente como para hacerme una idea más milimétrica del tamaño de sus pezones de mamadera de niño pobre, sus areolas más grandes que las chapas de dos pesos que también se podían usar para patrocinar en la rocola del Restaurante las canciones de Memo Neyra, de Los Iracundos, de Los Galos y para comprar una coca cola. Y el cielo limpio celeste de celestial, limpio de celestial, nubes blancas como inmaculado algodón de azúcar del paraíso, blanco, celeste, el cielo, celestial, blanquial. Ese cielo tan proclive a las epifanías ignorantes de la miopía de mi tímpano.
A ella la conocí a fines de un noviembre, inicios de diciembre, tenía uno de estos nombres que también son crueles neologismos que rimaba con Shaolin, que era como mi conocido (alguno de ellos, más adepto a la vida de la calle, más familiarizado con la flora bacteriana del pueblo contra la que yo –un ávido lector de Verne, de Salgari, por lo tanto recatado y hasta entonces más al tanto de los piratas en los mares de Asia y de las vueltas al mundo en ochenta días que de la realidad alegre del pueblo- aún no había adquirido resistencia). Shaolin, usaba según el día los apellidos en distintas proporciones y cantidades y definiciones, nunca supe bien cuál era la combinación legalmente aceptada de los dos. Un día de fines de un noviembre, principios de un diciembre, este conocido –menos lector, más caminado- se ofreció para arreglarme el “asunto” con Shaolin; a esos, mis quince años, no comprendí muy bien lo que se arreglaría, sólo callé diciendo sí en el silencio de mi curiosidad, el amigo con su cuerpo de oso acróbata se fue bajando a saltos en una bicicleta de BMX las gradas del gimnasio de ese colegio localizado más allá de la frontera permitida, lejos del colegio religioso, donde ahora yo estaba por terminar el tercer año de secundaria, conversó con ella en medio de un descanso de la banda colegial en la que ella ejecutaba los platillos o algún instrumento muy menor de percusión. Todo listo, -me dijo al instante el conocido cuando regresó con una sonrisa satisfecha que delataba su interés en cultivar -como una rosa blanca- mi amistad, yo que era de un colegio menos prosaico que el suyo-, ya te lo arreglé. Dos días después sólo debí sacar a bailar a Shaolin en medio del baile estudiantil de fin de curso de ese otro colegio más prosaico, ella callada y supuse que muy aburrida empezó a bailar, rugían los parlantes de la Discomóvil 2001, la insuperable: ... move out, don’t bring me down, move out,... walking on sunshine..., la maldita primavera..., electrical salsa... Mientras una protuberancia humana, que supe luego era su lengua, pugnó con suceso por hacerse un hueco en mi boca que yo mantenía entreabierta por pura costumbre o negligencia, ella inclinó la cabeza a un lado y sin dejar de bailar, (sus caderas anchas oscilando levemente apenas para mantener las apariencias), me apretó con sus dos manos, su protuberancia no terminaba de saciar la curiosidad por palpar las calzas de amalgama de plata de mis muelas. La cosa me gustó, y seguimos viéndonos, no se me va a olvidar la noche de este fin de noviembre, principio de diciembre, detrás de la Iglesia blanca de Liberia, sentados en un poyo debajo de las palmeras que nunca dieron dátiles, un policía, -un guarda, como se le decía entonces- nos corrió del lugar entre amenazas de cárcel y cosas peores, ni eso la inmutó, o le produjo algún visible agravio o siquiera un comentario. En las noches, una hora antes del toque de queda de las 10 pm., (mi toque de queda no el suyo) empezábamos a despedirnos a cincuenta metros de su casa, yo de pie, ella sentada en el alféizar de la ventana de esa casa muy antigua de bahareque que era una discoteca juvenil los fines de semana y que alguna vez fue un hospital y en donde, como en la novela de Muñoz Molina, alguna vez encontraron el cuerpo hecho momia de una mujer emparedada. Shaolin nunca hablaba, no sonreía, se limitaba a mirar el mundo con una queda contemplación, a ilusionarse con llegar a ser una secretaria y a abrazarme con sus brazos poderosos; de la escuadra que esos brazos conformaban con el torso salía un vapor relativizante, un vértigo invisible. Luego de esas silentes despedidas me dejaba debajo del reloj el olor desvergonzado del “Charlie” de Revlon, ni después en mi cama, con problemas para conciliar el sueño, lo aspiraba escuchando las ya para entonces canciones clásicas de Baglioni, de Cocciante, de Di Capri, que sonaban en el equipo de sonido que había comprado con la plata ganada con el baile comunal que organicé con el conjunto La Pandylla, (a pesar del equipo de sonido obtenido mi aversión al trabajo se mantenía). Los domingos después de la misa de siete -a la que yo asistía, ella no, seguro por ser protestante o no creyente-, nos encontrábamos en esa discoteca de jóvenes y simulábamos un baile que era una excusa para seguir introduciéndonos la lengua. Sin muchas dificultades yo había aprendido el truco y también lanzaba mi lengua como la de un camaleón hambriento o como un cohete veloz y horizontal hacia la oscura luna de su boca, tibia casi espumosa, mientras mis brazos sostenían su espalda, palpando con las yemas dactilares y espectógrafas los gases que subían silenciosos y efervescentes desde sus riñones hacia sus pulmones en un fragor dispépsico. La anatomía que ahora sé no fue aprendida con ella. Mis manos no tocaban a Shaolin, quiero decir no tocaban ninguna parte que no fuera su espalda o su mano sudada; ni la tocarían nunca. Mi mente ni se atrevía a imaginar lo que habría debajo de esos pantalones con la mezclilla gruesa de la época situados por arriba (muy arriba) de la cintura, no lo podría hacer aún hoy. Yo era como John Ruskin, el famoso crítico de arte del siglo 19, quien no sabía de las ortodoxias anátomicas que tienen las mujeres debajo de las ropas y se desmayó cuando en su noche de bodas observó por primera vez lo que, taimado y oscuro, había en el cuerpo de su esposa Effie debajo de los bombachos, los ligueros, los fustanes, la saya; sí, en esa época como Ruskin yo era muy victoriano, (y ahora también).Y aunque lo siguiente pueda teñir esta crónica con un aire como de novela negra que no es el deseado debo contarlo porque es la verdad: Shaolin era la novia del Negro Rodríguez,”el heroe de barrio Moracia” como también era conocido; este tipo era el jefe de la banda del Salón de patines con una pirámide de asbesto en el patio, -por entonces no habían pandillas, ni “maras ”, ni “chapulines”, estaban todos en estado larval aún, de hecho algunos de los primeros chapulines salieron de Liberia solo unos años después, pero eso es otra historia-. Lo cierto es que el Negro Rodríguez y su grupo eran unos mafufos, malandros violentos y sin oficio conocido (obsérvese mi rigor literario), y eso era suficiente para que todos se apartaran de su camino, para que fuera temido por todos ellos los que sabían, los que conocían más de la calle, no por quien esto les cuenta que no sabía quién era el fulano y menos cuál su reputación; sin saberlo, yo estaba cubierto por ese disfraz muy falso de valentía que otorga a veces la ignorancia. Mientras tanto yo seguía muy conforme con los apretones silenciosos que profería Shaolin con sus brazos tenazas, con su lengua incansable, en esas noches de fines de noviembre y principios de diciembre llenas de viento con cosquillas, la luna liberiana más liberiana que nunca. En un pueblo pequeño como Liberia pronto fui advertido: Shaolin no estaba matriculada en la causa de la exclusividad, -claro, como ella no hablaba, no era cuestión de que lo expresara con palabras-, las noches que no nos veíamos y en las que ella visitaba, supuestamente, la casa de su tía muy enferma y dependiente, las destinaba para patinar con sus amigas en el salón de patines con la pirámide de asbesto, -ninguna de las cuales me saludaba siquiera, muy cercanas todas al carisma de líder popular del negro Rodríguez, el héroe de Barrio Moracia-, aunque yo no lo sabía entonces, atribuía su animadversión a la reacción natural que a veces causo en las personas, nada importante. Unas compañeras de colegio, -del colegio religioso, menos profano- sabían lo que todo el pueblo sabía: la muchacha de último año del otro Instituto más profano con la que me habían visto bailando en la discoteca juvenil, era la novia –vigente, además- del Negro Rodríguez, el tipo de sombrero blanco de pita con una cinta roja y azul alrededor, con fama por todos los barrios, principalmente San Roque, Ciudadela El Imas y por supuesto Moracia, y ellas con su instinto maternal de amas de casa en gestación corrieron a prevenir a su inocente y querido compañero. Al principio no comprendí el motivo de la aprensión y la gravedad que se observaba en el rostro de mis compañeras, al fin de cuentas yo obtenía lo que quería y no me preocupaban esos pequeños detalles técnicos, pero viendo la preocupación y la lástima –por mí- que había en el rostro de ellas supuse que ese hecho era algo grave.El temperamento atrabiliario de su padrastro no hacía aconsejable mis llamadas a su casa, había advertido Shaolin desde el inicio, desactivando mi tendencia adolescente al uso intenso del teléfono, así que para hablar con ella de la manera civilizada en la que lo hacían los personajes de las telenovelas mexicanas y venezolanas debía esperar la noche del siguiente domingo cuando esperaba encontrarme con ella en la misma discoteca juvenil de paredes de bahareque donde habían encontrado el cuerpo momificado de una mujer emparedada. Esa noche cuando llegué ya estaba Shaolin en la pista de baile meciendo morosamente sus caderas y auscultando con su inquieta lengua prospectora las molares y los incisivos del Loco Rodríguez (su sombrero blanco de pita apenas precariamente colocado en la cabeza). No la volví a ver hasta el baile del 31 de diciembre, bailamos como siempre, sin hablar, sin preguntar, sin movernos, solo su lengua inspirada y pionera. Al día siguiente ya era enero: en el lejano San José el curso en la American Academy para Secretarias estaba por comenzar.

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11.12.07

Sobre una novela

He recibido algunos apuntes sobre Archipiélago, la novela; yo como sólo soy el autor no estoy muy seguro de nada, nada más me limito a compartirlos con ustedes.

Archipiélago de Heriberto Rodríguez
Los avatares de un pintor abúlico en sus andanzas por el mundo, en medio de su curiosidad de artista conflictuado descubre que la vida es un viaje por terrenos conocidos por todos menos por él. Una narración con tintes posmodernos no apta para lectores conformistas.



Sobre Archipiélago, novela ganadora del Premio de Novela Editorial Costa Rica 2007.
Cuando una llamada telefónica le comunica a Terranova -un pintor de menos de 30 años, obsesionado por el sexo- que el niño que una de sus amantes espera no es su hijo se inicia una travesía por su archipiélago vital, navegando entre cuatro mujeres que como islas flotantes habitan ese mar interno teñido por las aproximaciones a la inexistencia del amor, la existencia del desamor, el rechazo y la entropía del no ser. En medio de lo irónico y lo sarcástico y sin detenerse en las fronteras de lo políticamente correcto, esta novela muestra una forma de novelar en la Latinoamérica contemporánea.
Narrada por diferentes voces con un tono a veces divertido, a veces reflexivo y melancólico, a veces lleno de un negro sentido del humor, la novela es una expedición por los marismas de la nostalgia, la depresión, los conflictos padre–hijo, las motivaciones de la creación artística, el deseo de retornar a la infancia. Está poblada de guiños lúdicos y referencias culturales a cantantes de música pop como Alanis Morissette, Camilo Sesto y El Puma; científicos como Francis Crick, David Deutsch, Albert Einstein; escritores como Harry Mulisch, Martin Amis, Vinicius de Moraes, Phillip Roth. Terranova, el protagonista, con un complejo cada vez más severo de microfalia, comienza a visitar la consulta del Dr. Johnnie Walker -un psiquiatra enano y erudito- y es atormentado siempre por Heriberto Rodrigues, un atildado escritor, con quien puede compartir, sin hasta ahora saberlo, un terrible secreto. Luego descubrirá con asombro como sus antiguas amantes confluyen en la Fraternidad de las Lobas, un grupo de apoyo para mujeres, guiadas por la Doctora Delta, un médico travesti, quien considera al placer sexual como el culpable de todas las desdichas femeninas. Al final, en una escena triste y cómica a la vez, la historia concluirá inesperada en un fervor de cuestionamientos y reflexiones.

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